Pertenecer y vivenciar la comunidad

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El clic de la conversión

Cuando hablamos de conversión hablamos de redirigir el corazón, la mente, las actitudes, los afectos, los pensamientos, las obras y los sentimientos hacia un nuevo rumbo: la adhesión total a Dios, a su amor y a su voluntad.

Se torna indispensable la decisión personal, libre, concienzuda, decidida.
Dios quiere que yo sea, que yo exista.
Dios quiere que yo sea yo.
Dios quiere que yo sea libre.
Y que desde mí, no desde mis miedos, ni desde mis ilusiones, ni proyectos personales, ni fantasías, elija ser su discípulo.

Una fe adulta se ubica claramente frente a Dios como servidora.
Una fe adulta se olvida de sus propios planes, de sus propios gustos, de sus propios caprichos, de sus propias debilidades.
Una fe adulta se adhiere a Dios, se une a Él y permanece en Él.
Una fe adulta no rechaza la gracia de ninguna forma, y menos se vuelve autosuficiente para arreglárselas solo.
Una fe adulta nos vuelve dóciles a Dios.
Nos vuelve confiados como niños ante el Padre que no miente jamás.
Una fe adulta no le opone resistencia alguna a Dios: ni pretende entender para obedecer, ni pretende sentir para asegurarse, ni saber nada. Porque todo lo acepta confiadamente del Padre, y sabe que lo que importa es que Dios entiende, no que yo entienda. Que Dios quiere, y ya que su voluntad se identifica por su sabiduría y su amor, éso es suficiente para que yo quiera, aunque no sienta nada. Pretender tener ganas de hacer lo que Dios quiere para hacer lo que Él quiere es oponerle resistencia. Tampoco hace falta saber, porque el saber suele hinchar, envanecer, y hacer creer que porque sé ya vivo, y es cuando vivo que sé.

El sentir al que hay que prestarle atención es la voz del Espíritu en nuestro interior, confirmada por la voz del Espíritu en la comunidad y en la Iglesia.

Como todo lo expuesto sólo se vive si quiero, el clic me corresponde. La opción me corresponde, la decisión me corresponde, y el tiempo en que la haga también depende de mí. No hay imposición alguna de parte de Dios, ni de nadie. Es pura oferta. Puro don. Pura gracia, pero Dios no hará lo que yo debo hacer.

Es mi responsabilidad aceptar el don, y entregarme ya, comenzar o seguir el camino que hizo el Maestro, el Señor Jesús, seguirlo como discípulo.

Al hacerlo no dejaré que me arrastre, ya no le pediré que me espere, ya no le opondré resistencia alguna, ya no esperaré más. Saltaré de mi parálisis, y correré por el camino de sus mandatos resueltamente, con gozo de hacerle caso. Porque mi corazón tiene en su puerta un solo picaporte, y está por dentro. Lo abriré yo. No me tendrá que arrastrar más. Yo pondré todas mis fuerzas en responder a su llamado.